Cuento
Manos Largas era un niño pirata, hijo, nieto y
bisnieto de piratas. Él realmente nunca había robado nada ni asaltado ningún
barco, pero en su familia todos daban por seguro que sería un pirata de
primera. Sin embargo, a Manos Largas no le atraía para nada la idea de
dedicarse a robar a la gente. Lo sabía porque de pequeño uno de sus primos le
robó uno de sus juguetes favoritos y aquello le había sentado fatal.
Según fue creciendo, el bueno de Manos Largas
empezó a angustiarse con la idea de que en cualquier momento surgiera su
verdadera personalidad de pirata, y no pudiera evitar dedicarse al robo, al
abordaje y los pillajes. Cada mañana, al despertar, se miraba al espejo para
ver si se había producido aquella horrible transformación que tanto temía. Pero
cada mañana tenía el mismo aspecto de buena persona del día anterior.
Con el tiempo, todos se dieron cuenta de que
Manos Largas no era un pirata como los demás, pero era tan larga la tradición
familiar de estupendos piratas, que ninguno se atrevía a decir que no era
pirata. "Simplemente", decían, "es un pirata bueno", y lo
seguían diciendo a pesar de que Manos Largas hubiera estudiado medicina y
dedicara sus días a cuidar de los enfermos de la ciudad.
Sin embargo, Manos Largas seguía temiendo
convertirse en pirata, y cada mañana seguía mirándose al espejo. Hasta que un
día, viéndose viejecito, y mirando a sus hijos y sus nietos, ninguno de los
cuales había llegado a ser pirata, se dio cuenta de que ni él ni nadie tenía
que ser pirata ni ninguna otra cosa de forma natural ni por obligación. ¡Cada
uno podía hacer con su vida lo que quería! Y él, que había sido lo que había
elegido, se sentía profundamente satisfecho de no haber elegido la piratería.
"No es la altura,
ni el peso,
ni los músculos,
ni la belleza que te hacen
una gran persona.
¡Es el coraón y la humildad!"