Hubo una vez, hace
mucho, muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera el existían el día y la
noche, y en la tierra sólo vivían criaturas mágicas y extrañas, dos
pequeños duendes que soñaban con saltar tan alto, que pudieran llegar a atrapar
las nubes.
Un día, la
Gran Hada de los Cielos los descubrió saltando una y otra vez, en un juego
inútil y divertido a la vez, tratando de atrapar unas ligeras nubes que pasaban
a gran velocidad. Tanto le divirtió aquel juego, y tanto se rio, que decidió
regalar un don mágico a cada uno.
- ¿Qué es lo que
más desearías en la vida? Sólo una cosa, no puedo darte más - preguntó
al que parecía más inquieto.
El duende,
emocionado por hablar con una de las Grandes Hadas, y ansioso por recibir su
deseo, respondió al momento.
- ¡Saltar! ¡Quiero saltar por encima de las montañas! ¡Por encima de las
nubes y el viento, y más allá del sol!
- ¿Seguro? - dijo el hada - ¿No quieres ninguna otra cosa?
El duendecillo,
impaciente, contó los años que había pasado soñando con aquel don,
y aseguró que nada podría hacerle más feliz. El Hada, convencida, sopló sobre
el duende y, al instante, éste saltó tan alto que en unos momentos
atravesó las nubes, luego siguió hacia el sol, y finalmente dejaron de
verlo camino de las estrellas.
El Hada, entoces, se dirigió al otro duende.
- ¿Y tú?, ¿qué es lo que más quieres?
El segundo duende, de
aspecto algo más tranquilo que el primero, se quedó pensativo. Se rascó la
barbilla, se estiró las orejas, miró al cielo, miró al suelo, volvió a mirar al
cielo, se tapó los ojos, se acercó una mano a la oreja, volvió a
mirar al suelo, puso un gesto triste, y finalmente respondió:
- Quiero
poder atrapar cualquier cosa, sobre todo para sujetar a mi amigo. Se va a
matar del golpe cuando caiga.
En ese
momento, comenzaron a oír un ruido, como un gritito en la lejanía,
que se fue acercando y acercando, sonando cada vez más alto, hasta que pudieron
distinguir claramente la cara horrorizada del primer duende ante lo que iba a
ser el tortazo más grande de la historia. Pero el hada sopló sobre el
segundo duende, y éste pudo atraparlo y salvarle la vida.
Con el corazón casi
fuera del pecho y los ojos llenos de lágrimas, el primer duende lamentó haber
sido tan impulsivo, y abrazó a su buen amigo, quien por haber pensado
un poco antes de pedir su propio deseo, se vio obligado a malgastarlo con
él. Y agradecido por su generosidad, el duende saltarín se ofreció a
intercambiar los dones, guardando para sí el inútil don de atrapar duendes, y
cediendo a su compañero la habilidad de saltar sobre las nubes. Pero el segundo
duende, que sabía cuánto deseaba su amigo aquel don, decidió que lo
compartirían por turnos. Así, sucesivamente, uno saltaría y el otro
tendría que atraparlo, y ambos serían igual de felices.
El hada, conmovida
por el compañerismo y la amistad de los dos duendes, regaló a cada uno los más
bellos objetos que decoraban sus cielos: el sol y la luna. Desde
entonces, el duende que recibió el sol salta feliz cada mañana, luciendo
ante el mundo su regalo. Y cuando tras todo un día cae a tierra, su amigo evita
el golpe, y se prepara para dar su salto, en el que mostrará orgulloso la luz
de la luna durante toda la noche.